La pasión por el deporte se transmite con palabras, pero qué ocurre cuando tu enfermedad no te deja articular ninguna. En junio de 2014, el periodista, escritor y jugador de fútbol Carlos Matallanas era diagnosticado de ELA. “Es como la cárcel, encerrado en tu propio cuerpo y con la cabeza perfecta”, relata su hermano Javier. Sin embargo, aunque dejase de poder comer por su cuenta desde 2015 y tuviera que someterse a una traqueotomía en 2016, hacía falta mucho más para que una persona como Carlos, con una “personalidad muy fuerte tanto en el fútbol como en el periodismo”, dejase de lado un amor que condicionó toda su vida.
Su pasión por el deporte venía de familia, “nuestro abuelo era ojeador del Atleti y nuestro padre aficionado del Madrid”. Desde pequeño acudía al estadio para ver jugar a su hermano y por esa época ya dejaba ver cuál era su personalidad. “Se ponía detrás del portero para gritarle y distraerle”. Este amor por el fútbol le llevó a convertirse en jugador semiprofesional y en entrenador. Y, posteriormente, traslado ese sentimiento a los lectores de sus artículos deportivos de El Confidencial y del Diario As.
“Hay que seguir; la vida es un juego, pero hay que vivirla con seriedad”, esa era su manera de entender el mundo. Por eso, cuando la ELA se interpuso en su camino, interiorizó todos los valores que le había trasmitido el fútbol y “los positivizó para afrontar la enfermedad”. El partido dura hasta que el árbitro pite el final. De esta manera, siguió con lo que llevaba años haciendo, contar el deporte, pero en vez de con las manos, utilizando la mirada, para que un infrarrojo transformase sus gestos en letras.
Al final de sus días la ELA le impedía moverse, pero Carlos “mantuvo la sonrisa hasta el final” y para la historia quedará tanto su nombre, grabado en un pabellón del barrio La Latina de Madrid, como sus escritos, con sus ojos ejerciendo de pluma.